Paula salió del baño.

Envuelta en una larga toalla sujeta bajo las axilas. Todavía con gotas de agua resbalando por su rostro y por los desnudos hombros. Fue hacia la alfombra del lecho. Allí dejó caer la toalla al suelo. La desnudez de su cuerpo fue pronto protegida por una corta bata de seda que anudó a la cintura.

Paula dobló la almohada sobre el cabezal para seguidamente acomodarse en el lecho. Encendió un cigarrillo. Sobre la mesa de noche una copa de brandy a medio consumir.

La muchacha fumó pausadamente.

Con los ojos entornados.

Pensativa.

Paula Randner era una mujer de carácter. Acostumbrada a los malos tragos. Ya desde su infancia había sufrido duras lecciones. Enfrentándose a verdaderas alimañas. A las peores ratas que pululaban por Barrio Hooks. El bastardo de Curtis, el casero. La trastienda del señor Salkow. El corrompido Curtis, policía que patrullaba por las míseras calles de Barrio Hooks...

Sí.

Alimañas acosando a una chiquilla de catorce años llamada Paula Randner.

Todo aquello no había sido olvidado. De ahí el endurecimiento en el corazón de Paula. Su frialdad. Se había acostumbrado a todo. Muy pocas cosas le impresionaban ya.

Sólo que...

Lo ocurrido aquella noche era algo especial. Demasiadas emociones fuertes para tan pocas horas. El descubrir a un Stratten siniestro, el ensangrentado Ben Williamson, y ahora...

Paula ya se había recuperado de la sorpresa.

Dos copas de brandy, una ducha fría...

Había cerrado con llave la puerta de la habitación. No quería ser molestada por su compañera de apartamento en el supuesto de que regresara. Le hubiera resultado muy difícil explicarle de dónde había sacado aquello.

Paula terminó el cigarrillo.

Lo aplastó sobre el cenicero abriendo a continuación el cajón de la mesa de noche. Allí estaba el cofre de oscura madera.

Lo tomó entre sus manos levantando la tapa.

Ya no se horrorizó ame la visión de aquella cercenada mano. Todo lo contrario. Se dedicó a contemplarla detenidamente. Una mano de largos y huesudos dedos. La piel acartonada. Reseca. Pegada a los huesos. Parecía momificada. Los dedos ligeramente engarfiados. Con unas largas y afiladas uñas.

Los ojos de Paula centraron su mirada en el dedo índice de aquella cercenada mano.

Concretamente en el anillo.

Una extraña y peculiar joya. En bronce. Con signos y dibujos grabados. Un antiguo anillo serpentino. Ancho. En su extremo superior, en la cabeza de la serpiente, dos diminutos brillantes engarfiados. Dos piezas de destellante tonalidad ambarina. Semejando los ojos de la serpiente.

Tal vez fueran diamantes, pero por su tamaño, no alcanzarían una alta cotización. No eran piedras valiosas.

Un antiguo anillo de bronce con dos minúsculos brillantes.

El gran tesoro del conde Stratten.

Una mueca de ira mal contenida se fue reflejando en el rostro de Paula. Empezaba a comprender.

La siniestra torreta, el altar con la calavera, las figuras demoníacas... Peter Stratten practicaba el satanismo. Aquel anillo, aquellos signos cabalísticos, tenían también algún significado infernal. De ahí su gran estimación para el conde Stratten, pero valor crematístico...

Nulo.

Aquel anillo carecía de valor.

A no ser que...

La cercenada mano reposaba sobre un paño de terciopelo rojo. Los engarfiados dedos parecían acariciar la tela con aquellas afiladas uñas. El escudo, aquella serpiente mordiéndose la cola y cercando a un triángulo, bordado en hilo de oro sobre el paño.

Tal vez hubiera algo bajo aquella tela.

Ese fue el pensamiento que germinó en la mente de Paula.

Y para salir de dudas debía quitar aquella disecada mano del cofre.

La ambición fue superior a la repugnancia de Paula. La sola posibilidad de poder encontrar algo de valor hizo decidir a la muchacha.

Alargó su zurda.

Hacia aquella cercenada mano momificada.

La alzó lentamente. Sin evitar una mueca de repulsión. Con la diestra apartó el paño de terciopelo.

Nada.

No había nada bajo la tela.

Una maldición muy poco femenina brotó de labios de Paula. Colocó de nuevo el paño. Y al ir a depositar la disecada mano...

Paula acusó el calor.

En la yema de los dedos de su zurda. Un calor que parecía emanar de la cercenada mano. Un fluir tibio.

La muchacha dejó caer la mutilada mano en el interior del cofre.

Parpadeó estupefacta contemplándose la palma de su zurda.

Aquella sensación de calor no había sido imaginada. Realmente la había experimentado. Aunque resultaba del todo imposible que fuera emanado de... de...

Paula terminó por sacudir la cabeza.

Alejando sus absurdos temores.

Introdujo el cofre en el interior de la mesa de noche. En el primer cajón. Seguidamente vació la copa de brandy y encendió un nuevo cigarrillo.

Tenía que recapacitar sobre todo lo ocurrido.

En primer lugar... la horrible muerte de Ben Williamson. Permanecería al margen. Nada la relacionaba con Williamson. Se habían entrevistado sin testigos. Sin dejarse ver. Sin que Paula se diera a conocer en el círculo de amistades de Williamson. Una medida de precaución que Paula celebraba ahora haber adoptado.

Poco importaba el que se encontraran sus huellas en el apartamento de Ben Williamson.

Paula no estaba fichada por la policía.

No sería molestada.

Quedaba Peter Stratten. El verdadero culpable de la muerte de Williamson; aunque Paula debería fingir ignorarlo. Simular desconocer todo lo ocurrido. Ajena totalmente.

Si.

No debía levantar sospechas en Peter Stratten.

La semana siguiente acudiría para culminar su labor en la mansión del conde Stratten, como si nada hubiera ocurrido. Restando importancia al incidente del robo y al extraño reaccionar de Peter Stratten.

Eso haría.

Y              después...

No había duda en identificar el conde Stratten como un practicante del satanismo. Y en el cofre un... objeto de incalculable valor para Stratten. Esas fueron sus palabras.

Paula sacaría provecho de ello. No se resignaba a que el asunto terminara en rotundo fracaso. Más adelante, después de concluida su relación laboral para con Peter Stratten, entraría en contacto. Anónimamente. Ofreciendo el cofre a cambio de dos o tres mil dólares.

El esbozo de una sonrisa se perfiló en el rostro de Paula.

No.

No se resignaba al fracaso.

Había madurado largamente el obtener un beneficio económico del conde Stratten y lo conseguiría. De una forma u otra.

Paula se incorporó para despojarse de la bata.

Aplastó el cigarrillo en el cenicero para seguidamente apartar la sábana e introducirse en el lecho. Accionó el interruptor emplazado junto al cabezal dejando la estancia en la oscuridad.

La muchacha cerró los ojos ladeándose en el lecho. La sábana a la altura de la cintura. Hacía calor. El cuerpo femenino bañado en húmedo sudor.

Paula se esforzó por mantener ahora su mente en blanco. No pensar en nada. Alejar todos los pensamientos que acudían en tropel. Ciertamente la agitada noche vivida no era preludio para un confortable sueño.

Y Paula deseaba quedar dormida.

Súbitamente abrió los ojos.

Alarmada por el sonido.

Un leve ruido. Muy cercano a ella. Allí. En el dormitorio. Como un teclear sobre la madera.

Paula se alzó apoyándose sobre los codos. Aguzando el oído. Expectante.

Volvió a oír el ruido.

Muy tenue.

Un ligero golpear.

La muchacha alargó su diestra hacia la mesa de noche. Tanteó hasta dar con la anilla del cordón de la lámpara. La estancia quedó parcialmente iluminada por aquella lamparilla de mesa.

De nuevo Paula quedó unos instantes inmóvil.

De nuevo expectante.

Tratando de localizar el origen de aquel...

Una mueca de estupor e incredulidad deformó las bellas facciones de Paula. Fijó la mirada en la mesa de noche. De allí procedía el ruido.

Del interior del mueble.

Paula abrió lentamente el cajón. Los ojos femeninos se posaron sobre el cofre. En espera de que...

Otra vez el ruido.

Una marcada palidez se apoderó del rostro de Paula.

El ruido, aquel suave teclear, se originaba... en el interior de la arqueta. Como si uno de los dedos de la cercenada mano se dedicara a golpear sobre la tapa.

El estupor paralizó a Paula.

No podía ser cieno.

Era imposible.

Paula no reaccionó. Permaneció inmóvil. Hasta que de nuevo volvió a oír el ruido. Ya sin duda alguna para la muchacha.

Sonaba allí.

En el interior del cofre.

Paula atrapó la arqueta. Con temblorosas manos. Sintiendo que su corazón latía descompasado. Levantó la tapa del cofre.

Un ahogado grito de terror brotó de Paula. Instintivamente soltó la arqueta que cayó al suelo quedando la cercenada mano al borde del lecho. Sobre la sábana. Casi rozando uno de los muslos femeninos.

Paula se distanció con rapidez.

Alucinada.

Contemplando con aterrados ojos los engarfiados dedos de la momificada mano. Muy curvados. Casi cerrados por completo. Todos... a excepción de uno. El dedo índice. El que lucía el diabólico anillo serpentino.

Aquel dedo permanecía rígido.

Extendido.

Hasta que...

Hasta que comenzó a moverse.

A teclear sobre la nívea sábana del lecho.

*  *  *

Un espeluzno envolvió a Paula. Paralizada de terror. Reaccionó gateando hacia los pies del lecho. Comenzó a sacudir la sábana. Con el rostro desencajado por el horror. Sus desorbitados ojos contemplaron cómo la momificada mano caía al suelo.

Sobre la alfombra.

Paula volvió a quedar inmóvil. Acuclillada. Temblorosa, con un agitado subir y bajar en sus desnudos senos. Bañada en frió sudor. Moviendo los labios una y otra vez. Sin articular sonido alguno.

Un ruido en la puerta la hizo respingar.

Giró con rapidez.

A tiempo de ver cómo el pomo de la puerta se movía lentamente.

¡Natalie!... ¡Natalie!... ¡Espera!...

Paula saltó del lecho. Precipitándose hacia la puerta de la habitación. Deslizó el pasador para seguidamente abrir la hoja de madera.

¡Natalie!...

Paula parpadeó.

No habla nadie en el corredor.

Ninguna luz.

Todo el apartamento, a excepción de la lámpara de mesa del dormitorio, en total oscuridad. Ningún ruido. Nada que delatara la presencia de su compañera de apartamento.

Y sin embargo...

Paula había visto moverse el pomo de la puerta. Estaba segura de ello. Como si alguien intentara entrar.

La joven se llevó ambas manos a la cabeza. Presionando las sienes. Lentamente giró. Y sus ojos fueron hacia la alfombra del lecho. Allí estaba el cofre. Y a poca distancia...

Paula sacudió la cabeza.

Parpadeó repetidamente.

La cercenada mano tenía de nuevo los dedos extendidos. Los cinco dedos. Ligeramente engarfiados. Como en un principio. Como si nada les hubiera alterado anteriormente.

Como si todo hubiera sido una fantasía de Paula.

Una jugada de su imaginación

Paula avanzó.

Se detuvo a los pies del lecho. Sin apartar los ojos de la disecada mano. Fijos en aquellos huesudos dedos. Acartonados. Disecados...

¿Un sueño?

¿Había sido todo un mal sueño?

¿Una alucinante pesadilla?

Un gélido vaho pareció envolver a Paula. Se estremeció. Acusando aquel súbito frío

Y algo más.

Un fétido hedor. Nauseabundo. Junto con un soplar. Sobre su nuca. Como si alguien respirara tras ella.

Paula giró.

Y una fantasmagórica sombra se abalanzó sobre ella proyectándola hacia el lecho. Paula quiso gritar, pero una fría mano le atenazó brutalmente el cuello.

Quedaron iluminados por la luz procedente de la lámpara de noche.

Paula pudo ver a su atacante. Y el terror pareció enloquecer a la muchacha. Su rostro se deformó en indescriptible mueca. Un terror que se incrementó al oír la gutural e infrahumana voz;

Sacrílega... Perra sacrílega...

Sólo roncos estertores brotaban de !a garganta de Paula.

En su vano intento por gritar en demanda de auxilio.

Sus alucinados ojos contemplaron aquel monstruoso rostro tan próximo a ella. Un rostro cadavérico. De pronunciados pómulos que acentuaban las desecadas facciones. Un rostro casi descamado. Con ojos de rojizas pupilas destellantes. Las orejas puntiagudas. Como las de un lobo. Una cicatriz en la frente. Muy pronunciada. Una cicatriz de relieve color negruzco. Una cicatriz que semejaba una serpiente mordiéndose la cola. Y en las sienes...

En las sienes unos diminutos cuernos.

Paula estaba siendo atacada por el mismísimo Satán.

Un engendro del infierno que, al mostrar su brazo derecho, hizo que Paula alcanzara el paroxismo del terror. Enajenada. Sus aterrados ojos contemplaron el mutilado brazo. La mano amputada. A la altura de la muñeca. Mostrando un repulsivo muñón que comenzó a golpear salvajemente el desencajado rostro femenino.


 

 

La voz de la muchacha fue un tenue susurrar.

—Ya... ya es suficiente, Eddie.

Eddie Chapman no pareció oír la voz femenina. Al menos hizo caso omiso. Continuó reclinando a Natalie sobre el asiento del auto. Besándola por enésima vez. Su zurda, hábil y sigilosa, ya había conseguido desabotonar la blusa de la joven.

Natalie Gigson respingó al percatarse de aquella audaz caricia sobre sus senos. Y reaccionó empujando a Chapman. Con energía.

—Eres... eres...

—¿Qué te ocurre. Natalie?

El rostro de la muchacha era de un óvalo casi perfecto. Enmarcado por sedosos cabellos castaños. Ojos oscuros. Nariz breve, apuntando ligeramente hacia arriba. Labios de deliciosa y sensual curva, gordezuelos, húmedos, cálidos...

Natalie luda un favorecedor conjunto de camisa en batista y pantalón en popelín. Su cintura de odalisca ceñida por cinturón charol a juego con los zapatos.

Las facciones femeninas habían adquirido el color de la amapola.

Abotonó precipitadamente la blusa.

Ocultando a la burlona mirada de Eddie Chapman el turbador sujetador negro en tul bordado.

—Tienes las manos muy largas, Eddie. Y te tomas también muchas confianzas.

—Somos amigos, ¿no?

Natalie arrugó graciosamente su respingona nariz.

Empiezo a lamentarlo. Adiós, Eddie.

¡Eh, un momento! —Chapman retuvo el iniciado ademán de la joven por abandonar el auto—. No puedes dejarme así, Natalie.

—¿Por qué no? La velada ha terminado, Eddie. Prometiste invitarme a cenar a cambio de la información facilitada sobre el Titanic. Has cumplido tu palabra. Y nada menos que en el Fleur de Lys. Te ha resultado muy cara la información, Eddie. Añadiré algo más... Dudo que esa proyectada novela tuya sobre el Titanic resulte de interés. Es un tema ya muy explotado.

Mi versión si será distinta. El Titanic fue atacado por extraterrestres.

—¿Por quién?...

Has oído perfectamente, Natalie. Será un best seller.

La muchacha entornó sus oscuros ojos.

Fijos en Chapman.

Eddie Chapman frisaba en los treinta años de edad. Rostro de intenso bronceado. De correctas facciones. Con un sempiterno brillo burlón en los ojos. Su complexión era atlética.

Chapman permaneció un par de temporadas como profesional en el Giants. Expulsado del equipo de béisbol por reiterada indisciplina y vida licenciosa, se dedicó a celebrar algunos combates de boxeo en el Cow Palace. Muy pocos combates. Se retiró a tiempo. A tiempo de no quedar marcado de por vida. Eran muchas las alimañas. Dentro y fuera del ring.

Entró luego en el mundo de los grandes transpones por carretera. Conduciendo un pesado y voluminoso tráiler. Fue entonces cuando conoció determinada mafia que controlaba todo aquel tinglado a gran escala. Eddie Chapman no quiso doblegarse a ciertas condiciones y fue recompensado con una monumental paliza. Y ya nadie se atrevería a ofrecerle un trabajo, ni tan siquiera como descargador, en ningún vehículo de transporte.

Aquello fue el principio de una nueva vida de prosperidad para Eddie Chapman. Escribió una veintena de folios narrando lo ocurrido. Denunciando a la mafia que envuelve a los camioneros, a los cuervos que se enriquecen con el sudor del prójimo, a las mujerzuelas enviadas por los sindicatos mafiosos para servir de anzuelo, a los funcionarios sobornados...

Chapman no era tonto.

Amenizó su relato con abundantes dosis de violencia y sexo. Y también sabía dónde acudir. Ritter Editor. Especializado en novelas sensacionalistas. Fabricante de best-sellers. Proveedor habitual de los avispa dos productores de Hollywood.

Jonathan Ritter leyó aquella veintena de folios. En un lenguaje directo. Brutal en ocasiones. Sin concesiones. Si aquel condenado relato era ampliado a unos cien folios, seria publicado.

Fue la primera novela de Eddie Chapman.

Recientemente ya había publicado la número catorce. «Mi amigo Dillinger». Una novela que ya había alcanzado su cuarta edición. Ensalzando la figura de John Dillinger y catalogando a los agentes del FBI que le acribillaron como asesinos.

Eddie Chapman era así.

Cada novela suya muy comentada por los críticos. «Basura literaria», «engendro impreso», «bazofia para analfabetos», «vomitada de letras»...

Todo aquello se traducía en un incremento de tirada para Chapman.

—¿Sabes una cosa, Eddie? Sospecho que te has burlado de mi. Que no necesitabas informe alguno sobre el Titanic. No piensas escribir ninguna novela sobre el tema

Me gustas, Natalie. Desde el primer día.

—¿Dónde, Eddie? ¿Dónde fue?

Chapman parpadeó.

—¿El qué?

—¿Dónde nos conocimos, Eddie?

Pues... en la editorial.

No. No fue en tu editorial. En el Savoy Hotel. En la sala de congresos. Coincidimos en la conferencia del profesor Hammond. Allí empezaste tú con tu labia. Fue un error hacerte caso.

Chapman sonrió.

No lo has hecho, Natalie. Me has ignorado. Rechazando una y otra vez mis cordiales invitaciones. Mis llamadas telefónicas...

—Tengo mucho trabajo, Eddie. Y te he catalogado. Con sólo leer una de tus novelas. Eres un individuo cínico e inmoral. Muy poco recomendable.

Panilla. Eso es pantalla, Natalie. En el fondo soy un romántico. Ahora mismo me embeleso con sólo reflejarme en tus profundos ojos...; pero eso no lo puedo poner en mis novelas.

—Adiós, Eddie. No te molestes en solicitarme ningún otro tipo de información. Acude directamente a la Universal Agency y paga la tarifa como cualquier otro cliente.

Natalie...

La muchacha descendió del vehículo.

Cruzó la calzada encaminando sus pasos hacia el 476 de Fich Street.

Eddie Chapman dudó unos instantes. En el interior de su Mustang. Siguiendo con la mirada a Natalie. Fue al verla introducirse en el edificio, cuando reaccionó.

Chapman salió del auto.

Corriendo tras los pasos de la muchacha.

Alcanzó a Natalie cuando ya se disponía a introducirse en la cabina de uno de los elevadores.

—¡Natalie!...

—¿Qué quieres ahora, Eddie?

Chapman penetró también en la cabina. Al cerrarse la compuerta pulsó el mando correspondiente a la planta ocho.

Pedirte perdón, Natalie. No era mi intención burlarme de ti. Todo lo contrario. Tú rechazabas mis invitaciones y se me ocurrió lo de solicitarte información sobre el Titanic para luego compensarte con una cena.

—Cuatro horas, Eddie. Cuatro horas permanecí por los archivos de la Universal Agency. Fotocopiando escritas, dibujos, grabaciones, fotografías, filmes, documentación, declaraciones de testigos... Un completo dossier.

De acuerdo, Natalie. Escribiré una novela sobre el Titanic para no defraudarte.

Muy gracioso.

—Hablo en serio.

No lo dudo. Tú haces novelas como si fueran churros.

—Te he pedido perdón, Natalie. Mi único delito ha sido querer salir contigo. Hemos pasado un buen rato durante la cena. Tal vez en el auto no me he comportado como un caballero... Acepta mis disculpas, Natalie.

El elevador ya se había detenido.

Abandonaron la cabina avanzando por el corredor.

Natalie giró al llegar frente a la puerta señalizada con las siglas 814-AZ. Dedicó una dulce sonrisa a Chapman.

De acuerdo, Eddie. Tienes razón. No has cometido delito alguno.

—¿Amigos? ¿Sin rencor?

Ahá.

Magnífico, Natalie. ¿Me invitas a una copa para celebrarlo?

La sonrisa desapareció del rostro de la joven.

—No.

Un trago y me voy. Sólo unos minutos, Natalie. No es la primera vez que entro en tu apartamento.

En otras ocasiones estaba Paula.

—¿No está ahora en el apartamento?

Demasiado sabes que hoy es martes y Paula regresará muy tarde.

—¿Martes?... ¡Ah, sí!... Su trabajo para ese conde... en Lenzsville...

—Correcto.

Lo había olvidado.

No, Eddie. No lo habías olvidado —replicó la muchacha, con severa voz—. De ahí tu insistencia por invitarme hoy a cenar. Te sugerí el jueves... o el sábado...; pero no. T ú querías el martes. Ahora lo comprendo. Acariciabas la idea de estar solos en el apartamento.

—Eres muy mal pensada, nena.

Natalie manipuló en su bolso de mano.

Introdujo la llave en la cerradura.

—Buenas noches. Eddie.

—¿Almorzamos juntos mañana? Es miércoles...

—Hasta nunca, Eddie.

—Pero...

Natalie ya había entreabierto la puerta del apartamento. Penetró en la vivienda cerrando tras de sí con rapidez. La hoja de madera quedó a escasas pulgadas de la nariz de Chapman. Este terminó por encogerse de hombros. En resignada mueca. Giró sobre sus talones. Mientras avanzaba por el pasillo rebuscó la cajetilla de tabaco.

Fue al llegar junto al elevador.

Cuando se disponía a tirar de la portezuela.

Eddie Chapman respingó ante el súbito grito. Un desgarrador alarido femenino que resonó con fuerza. Un grito procedente del apartamento de Natalie Gibson.